Las misiones populares son, para nosotros oblatos todavía hoy, una posibilidad carismática de gran alcance, que podemos poner a disposición de la Iglesia. Ya no se trata de las misiones de San Eugenio, en las que todo el mundo venía a escuchar los sermones de los misioneros en la iglesia. Se trata más bien de una gran siembra, de entender cómo estar entre la gente, y a menudo entre gente que no tiene un interés explícito por la fe y por Dios.

Las misiones populares nos ayudan a dialogar con el mundo.
Nos ayudan a encontrar nuevas formas de decir el Evangelio con palabras de hoy.
Nos llevan a las escuelas, a los bares, a las casas, a los lugares de la gente.
Llevan, en esencia, la Iglesia fuera de la iglesia.

Y todo esto lo vivimos juntos. La misión popular es un verdadero espacio de colaboración y comunión entre oblatos y consagrados, laicos y jóvenes de la familia oblata, sacerdotes diocesanos y miembros de otras familias religiosas. A menudo, lo que más llama la atención de las misiones es precisamente esta imagen de un pueblo que evangeliza, a partir del testimonio del amor mutuo. Así, el equipo, con su diversidad y su riqueza, se convierte en el primer lugar de anuncio.

Por último, la misión tiene en su corazón un deseo: ¡llegar a todos! Que no haya nadie que pueda decir, como en la parábola del obrero de última hora: «¡Nadie nos llamó!».

¡Hemos nacido para tiempos como éste! Nos lo recordaba hace unos años el Padre Lougen. ¡Éste es tiempo de misión! Y la misión popular sigue siendo un medio y un instrumento privilegiado para anunciar a todos la salvación y el amor de Dios.